En el vientre de la Tierra

Chile tiene el compromiso de regresar con vida a 33 mineros atrapados a 700 metros de profundidad en el yacimiento San José. La tragedia de Atacama es sólo una de las evidencias más frescas del prontuario de desigualdades que constituyen las relaciones laborales en el país. Este agrio episodio de la historia minera sin embargo oculta la coexistencia con otro sistema de producción aún más precario y artesanal que el de la mina San José. Ese capítulo lo escriben centenares de mineros desechados por la cadena productiva de la gran y mediana minería. Se trata de hombres sencillos, que sin rendirse a la desidia del modelo laboral, a diario arrancan con sus manos el “sueldo de Chile”, metidos en estrechos pasajes subterráneos del desierto. Son los pirquineros de Atacama.
Carlos Pastén, 53 años, es uno de ellos. Hombre amable, al que apodan “El Chino”, viene de hacer estallar explosivos en el pirquén que trabaja en La Quebrada II, una mina de 150 metros de profundidad en las afueras de Copiapó. Día a día, junto a un par de avezados mineros, rasga el vientre del desierto a punta de dinamita y picota. Con su lámpara de carburo todavía encendida, asoma desde el fondo del pirquén usando una rudimentaria escalera. Su rostro -manchado por trazos blanquecinos-, no oculta la sencillez con que se dibuja una sonrisa. “Pastén, para servirle”, dice extendiendo su mano polvorienta.
Guiado por él descendemos unos 35 metros en el pirquén. El olor a pólvora pareciera que brota desde sus entrañas rocosas. “A mis años ya no me dan trabajo como minero. Lo único que me queda es trabajar como pirquinero”, dice mientras nos instruye sobre dónde colocar el pie para descender sin riesgo. “¡No se suelte de la guía! Bien afirmadito, nomás, mijo”, va repitiendo.
Ya metidos en un primer “caserón”, tenuemente alumbrado por su lámpara de carburo, Pastén señala un macizo rocoso que hace de sostén de placas interiores, al que llaman “cogote”. “Si yo le meto a eso, claro, obtengo cobre, pero el cerro se me viene encima y me muero aquí mismo”, explica.
El pirquinero suspira. Con la visión ya acostumbrada a la semipenumbra, conseguimos ver la tibia entraña del desierto. Allí están en bruto el cobre, el sueldo de Chile; también el oro, el hierro (el “oro maricón”, como le llaman). El olor a pólvora va desapareciendo y la tierra recobra su perfume más íntimo. El viejo pirquinero, recobra el aliento. “Nosotros no vamos sacando todo el mineral, como hacen en las minas grandes. Los pirquineros tenemos una relación distinta con la Tierra. De respeto, como los mapuches”, ejemplifica.

Celo fiscalizador

Como “El Chino” Pastén, muchos mineros veteranos trabajan de manera independiente en la extracción de cobre, hierro y también oro en pequeños yacimientos o pirquenes enquistados en los cerros de la árida geografía atacameña. Pese a lo rudimentario de sus recursos, aportan una respetable cantidad del mineral que Chile exporta y generan trabajo para unos 2.500 hombres de la zona. “Enami (Empresa Nacional de Minería) compra el mineral a los pequeños productores. Sin embargo, para conseguir una tonelada en un pirquén, los ‘viejos’ deben trabajar muy duro. Ganan un porcentaje, más o menos el 10 por ciento, por su trabajo”, explica Ignacio Nazar, dirigente del Sindicato de Pirquineros de Atacama.
De 46 años, Nazar también trabaja una mina en las cercanías de Copiapó, una de las casi 800 faenas de extracción de cobre de la pequeña minería en Atacama. Arrendó un yacimiento y comenzó a explotarlo hace unos quince años. Al inicio dio trabajo a otros cuatro pirquineros, pero el negocio se puso malo por la caída en el precio del metal y la falta de capital para resistir.
“Ya no puedo trabajar esa mina. No tengo plata para costear la maquinaria y los salarios de los viejos. Por eso, ahora sólo me dedico a pirquinero”, relata mientras recorremos el oscuro socavón de su yacimiento, hoy inactivo.
“El Chino” Pastén también lucha contra ese destino. Consciente de lo ocurrido en la mina San José, teme que la autoridad clausure su pirquén. La fiscalización aumentó luego del derrumbe que tiene atrapados a los 33 mineros. La casi nula fiscalización que existía antes del derrumbe cambió radicalmente, y la mala fortuna golpea ahora a los pirquineros. El celo que no se tuvo para evitar la tragedia de la mina San José, hoy les quita su trabajo. “Por lo ocurrido en la mina San José muchas faenas están siendo clausuradas por inseguras, y los viejos tampoco tienen recursos para invertir y hacerlas seguras. ¡Menos para pagar las multas!”, explica Ignacio Nazar.

“Son más seguras”

Cerca de tres mil hombres trabajan en pequeños piques escondidos entre los recovecos montañosos de la región. Solitarios pirquineros que se sumergen en las profundidades de la Tierra a la siga de cobre y oro. Viejos “zorros mineros” del desierto de Atacama que buscan el sustento poniendo en riesgo sus propias vidas. El lema es sobrevivir, al precio que sea.
La venta del mineral debe ser intermediada por pirquineros establecidos, lo que hace que vendan a precios más bajos y con un porcentaje de castigo cercano al 8 por ciento. Deben redoblar esfuerzos para obtener una ganancia que permita vivir. Pese a que entidades como la Mutual de Seguridad, de la Cámara Chilena de la Construcción, estiman altos los índices de accidentes en la pequeña minería, los dirigentes de los pirquineros hacen otra lectura. Ignacio Nazar explica que pese a las precarias condiciones de seguridad, en los pirquenes se registran menos accidentes que en la mediana y en la gran minería. “Nuestra actividad es la más segura de todas. Además, nosotros dejamos la platita en la región”, afirma el presidente de la Asociación Minera de Copiapó, Eduardo Catalano.
La explicación de una presunta mayor seguridad en los pirquenes responde a una lógica extractiva distinta a la que se aplica en la mediana y gran minería, dicen los pirquineros. Arrojados de las grandes faenas por problemas de la visión, sordera -causada por el uso de explosivos- mutilaciones y silicosis -que destruye sus pulmones-, el trabajo subterráneo del pirquinero se hace con respeto y amor por la Tierra. “Queremos el mineral para vivir, a diferencia de las grandes empresas que sólo buscan acumular ganancias. Por eso, pasó lo que pasó en la mina San José”, reflexiona Pastén.
“Muchas minas están abandonadas, pero cuando los pirquineros se meten en ellas, la autoridad los saca. De existir una regulación, esto podría cambiar. Ya se han dado algunos pasos para conseguir mayores niveles de seguridad, pero también falta previsión social para los pirquineros y sus familias”, dice Ignacio Nazar.

El cobre nuestro
de cada día

Juan Araya es un pirquinero de 72 años. En la ladera de un cerro lo vimos escarbando las piedrecillas con un trozo de metal, al que llaman “gallina”. Va seleccionando y cargando un balde de plástico. Cada hallazgo será señal suficiente de que en ese jirón de loma desértica, hay metal esperando a su descubridor.
“Yo voy por los cerros buscando -explica-. Si encuentro algo, ya sé dónde tengo que seguir explorando. Así decido dónde me quedo trabajando”, dice sin dejar de hurgar entre las piedrecillas verdosas y negras.
Alejandro Ramírez, de 57 años, lleva 40 años metido en los pirquenes. De esto saben sus pulmones y sus manos callosas. Un polvo gris que levanta un soplo de viento, viene colándose por la quebrada. Ramírez, “El Yamaha”, camina con paso seguro. Bajo un toldo artesanal se sacude las manos y enciende el generador que tirará la guía metálica montada sobre la “pata de cabra”. El estampido de la máquina retumba entre las lomas. Tirado por un arcaico sistema de poleas, un carro de acero comienza a asomarse en la boca del pique, cargado con una tonelada de piedras.
Aladino Olivares, de 58 años, y su compañero Liberato Lara, de 72, dialogan unos metros más allá, mientras el viejo Ricardo Contreras, pirquinero desde los 15 años, va distinguiendo entre las piedras cuáles traen cobre de mejor ley. Pero algo ocurre.
Es mediodía y el sol reseca los cerros de Atacama. El carro de casi dos toneladas descarrila y la carga queda a mitad de camino. “¡Se levantó el huevón!”, rezonga “El Yamaha”, mientras los otros proponen soluciones. Un listón de acero y un largo y pesado tronco de eucalipto poco ayudan. Tras varios intentos, “El Yamaha” desciende por la guía y sin éxito hace palanca con un fierro. El carro se niega a seguir subiendo para salir del pirquén. El pique eructa un aroma a metal casi con el mismo desgano con que la mina San José se niega a devolver a los 33 obreros. Como éstos, los pirquineros de Atacama deciden no rendirse. A dos metros de profundidad, montado sobre el carro atascado, “El Yamaha” irá llenado con sus propias manos el balde que sube y baja. Tardará unas cuantas horas en salvar la tonelada de piedras con las mismas manos que a diario llevan el pan a su casa.

MARCELO GARAY VERGARA

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 719, 1º de octubre, 2010)
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